Imaginemos a un tal Mauricio, un treintañero natural de uno de los pueblos de la llamada “España vaciada” y adicto al tabaco. Dejó de fumar hace más una década porque “le faltaba el aire”. Insuficiente. Porque en ese tiempo sus síntomas no han hecho más que empeorar. Visita un médico tras otro, pero ninguno da con la solución. Su situación empieza a ser desesperada.

Repasemos la historia de Mauricio. Su infancia en el pueblo había sido tranquila y feliz. Con comida sana y aire limpio. Bueno, aire limpio casi siempre, porque en el bar la gente fumaba demasiado y a menudo el humo inundaba todo el local. Su padre también fumaba, tanto en casa como en el coche.

En la adolescencia decidió seguir los pasos de su progenitor. Al principio era solo eso de “algún cigarrito los fines de semana”. Pero a los 21 ya consumía más de un paquete diario. “Mira Carrillo -decía a los que le reprochaban el hábito-, toda la vida pegado al cigarro y ahí sigue, con más de ochenta tacos”. Hasta que en el invierno de 2009, tras una fuerte gripe invernal, algo cambió para siempre. La tos matutina que lo acompañaba desde hacía un par de años no desaparecía y empezó a toser durante todo el día.

Así fue como empezó su periplo médico. Primero fue su médico de cabecera, que le recetó “algo contra la tos” y le recomendó dejar de fumar. Como el remedio no funcionaba, visitó al neumólogo, que le diagnosticó EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica). Pero algo no cuadraba. Porque la EPOC solía darse en personas mayores, y él tenía treintaypocos. Y porque se suponía que si dejaba de fumar podría vivir con una calidad de vida aceptable varias décadas más, mientras que él en solo dos años había empeorado tanto que no podía subir unas escaleras sin asfixiarse.

Tras visitar varios hospitales públicos y privados, ingresar repetidas veces por neumonía, y pedir segundas, terceras y hasta cuartas opiniones, al fin dio con la tecla. Uno de los profesionales que consultó acababa de llegar de un congreso en el que se había hablado de una enfermedad rara que tenía los mismos síntomas que la EPOC y que se daba en pacientes jóvenes. “Es hereditaria”, añadió, “y se diagnostica con un análisis de sangre”. La analítica no dejó lugar a dudas: padecía déficit de alfa-1 antitripsina (DAAT).

Se sentó frente al ordenador y tecleó DAAT en Google. Un mundo nuevo se abrió ante él. Había abundante información. La pérdida de capacidad respiratoria estaba directamente relacionada con el hábito tabáquico. Y la prensa escrita se había hecho eco de la enfermedad porque se decía que Michael Jackson podría haberla padecido. Mauricio no pudo evitar sentir una enorme impotencia. Porque había tratamiento. Y por culpa de un diagnóstico tardío, Mauricio había perdido diez años y sus pulmones estaban bastante perjudicados.

Patologías minoritarias

Esta historia, aunque parcialmente ficticia, refleja la realidad a la que se enfrentan cada día los pacientes con enfermedades raras (EERR) o minoritarias. El término surgió en los años 70 del siglo XX para designar un conjunto de enfermedades metabólicas hereditarias con baja prevalencia y sintomatología muy variada. En Europa una enfermedad se considera rara cuando la sufren menos de 5 de cada 10 000 individuos.

La mayoría de las EERR son graves (algunas mortales) y afectan significativamente a la calidad de vida de los pacientes. A pesar de que el número de pacientes de cada enfermedad es muy pequeño, el hecho de que se hayan descrito entre 6 000 y 8 000 EERR hace que, en términos globales, el número de pacientes con estas patologías sea muy elevado.

Se estima que hay alrededor de 300 millones de pacientes con EERR en el mundo. Solo en la Unión Europea suman 30 millones, de los que 3 millones se encuentran en España. Las EERR son, por tanto, un problema de salud pública y social.

Infradiagnosticadas

El infradiagnóstico y el retraso diagnóstico son algunos de los problemas a los que tienen que hacer frente los pacientes con enfermedades raras. Muchas de ellas presentan síntomas muy parecidos a enfermedades más comunes, lo que explica que el especialista piense inicialmente en la enfermedad de mayor prevalencia. Lo habitual es que, como nuestro imaginario Mauricio, los pacientes tengan que visitar varios médicos y esperar años antes de dar con un diagnóstico definitivo. Con lo que la eficacia de cualquier tratamiento (si acaso existe) se ve muy mermada.

Todo esto implica también una gran dificultad para obtener recursos destinados a la investigación, por lo que las causas de muchas de las EERR se desconocen. Y resulta sumamente complicado conseguir un número suficiente de pacientes que garanticen resultados concluyentes que permitan el desarrollo de tratamientos seguros y eficaces. La pescadilla que se muerde la cola.

Sin embargo, no todo está perdido. En los últimos años las autoridades sanitarias europeas y españolas han lanzado programas destinados a solucionar estos problemas. La colaboración conjunta de médicos, investigadores, farmacéuticas, medios de comunicación, pacientes y sus asociaciones han permitido mejorar no solo la investigación sobre EERR sino también la información y los recursos disponibles sobre las mismas.

En este sentido es de vital importancia el papel que están desempeñando las asociaciones de pacientes. Sobre todo porque colaboran cada vez más con las distintas agencias gubernamentales, con la industria farmacéutica y con los investigadores clínicos y académicos para promover y financiar proyectos de investigación sobre su enfermedad.

Por otra parte, las EERR son una oportunidad, ya que sirven como modelos de enfermedades de gran prevalencia. Hay numerosos ejemplos. Sin ir más lejos, la investigación en hipercolesterolemia familiar ha contribuido al desarrollo de las estatinas, fármacos utilizados diariamente por millones de personas en el todo el mundo para disminuir los niveles elevados de colesterol y prevenir el desarrollo de enfermedades cardiovasculares.

En conclusión, aunque hay datos que permiten ser optimistas aún queda un gran camino por recorrer en el campo de las EERR. Aspectos como el infradiagnóstico, el retraso diagnóstico y la falta de tratamientos y el acceso desigual a los mismos cuando estos están disponibles siguen sin estar resueltos.


Este artículo ha sido escrito en colaboración con María Mercedes Navarro García, periodista de la Unidad de Formación y Cultura Científica del IIS INCLIVA.