Mientras el Coronavirus se esparcía alrededor de la esfera terráquea, el Presidente de México decretó en su conferencia mañanera un estado de excepción para el país.
—Acá no llegará –decretó ante el micrófono y las cámaras de televisión. –Nos hemos portado bien, hemos derrotado moralmente al neoliberalismo, y me informan allá arriba que estamos a salvo. Así que bésense y abrácense, mexicanos y mexicanas, hagan diario el amor y seamos felices.
Fue precisamente con la confianza en su líder político que Sandra Bermúdez llegó a visitar a su tía al Hospital Los Ángeles de Interlomas, en la Ciudad de México.
Entregó en la recepción su identificación, una tarjeta del INE, y de inmediato dos enfermeras guardadas en monos blancos y con cascos de plexiglás la flanquearon en camino a un elevador de acero brillante.
Al abrirse la puerta en el sótano 3, Sandra salió con sus ángeles de la guarda a un extenso salón de piso blanco y techo de luces blancas.
—Desvístase, quítese todas las joyas y el reloj y póngase esto —le indicó un doctor igualmente vestido en mono blanco y con la cabeza guardada en un casco de plexiglás, y le entregó un paquete de tela blanca.
—Creo que hay un error —replicó Sandra. —Yo no vengo a un tratamiento, vengo a visitar a Adriana Bermúdez, mi tía, que está por dar a luz.
—No se trata de un tratamiento —le guiñó un ojo el médico. —Es un mero examen de trámite.
Desnuda bajo la bata de lino blanco, sin reloj ni joyas, Sandra regresó al salón. Le pidieron que se colocara frente a una pantalla. La luz del salón se apagó y en la pantalla ennegrecida apareció un esqueleto: el esqueleto de Sandra.
Sandra movió la mano derecha y el esqueleto movió su mano derecha. Sandra cambió su equilibrio de la pierna derecha a la izquierda y el esqueleto hizo lo propio. Nunca se había visto así de cuerpo entero en una pantalla de rayos X y Sandra sintió una fascinación al comprender que en esencia era eso y no mucho más: un edificio de huesos.
Un repentino aumento de luz en el salón agregó en el esqueleto de la pantalla un corazón rojo entre dos pulmones morados y sobre la larga manguera rosa y enrollada del intestino delgado. El esqueleto cargado de los frutos de las vísceras observó a Sandra con las cuencas vacías.
—Sígame —la llamó otra enfermera vestida de astronauta.
El esqueleto de Sandra y la enfermera entraron al elevador de acero brillante y en el sótano 7 la puerta se abrió a un jardín extenso, un gran prado verde flanqueado de árboles altos, donde un ciento de esqueletos, con sus órganos debidamente colgados, caminaban sin prisa, charlando y tomando el sol.
—Disculpe —se acercó Sandra a un esqueleto que sostenía sobre su cabeza un paraguas azul celeste. —Yo no entiendo muy bien qué ocurre. Llegué con mi cuerpo completo y ahora solo soy un esqueleto.
El esqueleto la miró fijo con las cuencas vacías.
—Yo soy Mauricio —le respondió. Cerró el paraguas y bajó su punta al piso, como si fuera un bastón. —Ven conmigo —le pidió a Sandra.
La llevó a una banca, cubierta con un delgado colchón blanco. Tomaron asiento ambos esqueletos. Entonces ocurrió algo extraño. El esqueleto llamado Mauricio le tomó con los huesos de la mano los huesos de la mano. Chac, chac, chac: tronaron al tocarse los huesitos. Y Sandra sintió lo que le entregaba en la mano, un objeto delgado y frío: un termómetro.
—Esto es para que registres tu temperatura cada media hora —le explicó.
—De verdad hay un error —se desesperó de pronto Sandra. —Yo no estoy enferma. Yo solo vine al Hospital para visitar a mi tía Adriana, que está por dar a luz en maternidad.
—Toma tiempo –dijo el esqueleto de Mauricio —pero uno termina por olvidarse de los que no están acá.
Mauricio se alzó y la dejó ahí sentada en la banca acolchada, y ella se metió entre los labios el termómetro.
Eso sucedió hace seis días. O tal vez nueve días. O nueve semanas. O tal vez han pasado ya un par de años. Es incierto porque lo más curioso que descubrió Sandra en el sótano 9 del Hospital Los Ángeles de Interlomas es que esa cosa rara que es el tiempo, ese flujo despacioso que es el tiempo, fluye ahí de otra forma, no más misteriosa que en la planta baja o en el piso 3 de maternidad, pero sin duda de una forma desconocida hasta entonces para ella.
(Saludos a Oscar Del Diablo, que contó su propia llegada al sitio de los esqueletos antes que yo.)